Bueno, heme aquí en Bariloche. Llegué
el domingo y ya desde antes de pisar tierra local, el viaje empezó a
presentarse a sí mismo como un espacio virgen seteado especialmente
para que yo descubra la magia escondida. Así fue como empecé a
conocer personas que a los minutos de sentarnos a charlar ya eran
familia. Dicen que esto es una ley, que le ocurre a la mayoría de
los viajeros, pero nunca había podido experimentarla TAN claramente.
Tal vez es porque ahora estoy más abierta y en vez de querer decidir
todo, simplemente estoy dejando espacio en mí para que el universo
me sorprenda.
Ya de por sí, la manera de llegar acá
responde a un maquiavélico plan que ideé desde hace un par de meses;
consiste básicamente es no querer comprar todo y poseer certezas o
garantías de cuándo y cómo hacer las cosas, sino de ir dejándome
llevar, confiar más en el lugar, en la gente, estar más receptiva,
y dejar que el viaje haga conmigo lo que le parezca. Este fue el lema
que rigió. Estoy convencida de que el mundo es un lugar maravilloso
en el que hay de todo, es cierto, pero si uno pone lo mejor de sí y
tiene fé en que lo MEJOR le va a llegar en el momento IDEAL que lo
necesite, eso efectivamente pasa. Y si no CREO que eso sea lo mejor,
no importa. Simplemente aceptar que no es necesario que yo controle y
entienda todo. Poder hacer la plancha. Sutilda tiene esto pendiente,
para los que la conocen ya saben que ella sabe esforzarse a morir,
pero le suele costar soltar ese esfuerzo y confiar en el ritmo
natural de la marea que la lleva.
Así que acá estamos. En Bariloche.
Pasé los primeros 3 o 4 días acá en la casa de una amiga
diseñadora, junto con una pareja de amigos con los que rápidamente
nos adoptamos como amigos/primos del alma. De repente ya somos una
gran familia y no me imagino la estadía sin las largas charlas sobre
la mesa de la cocina/living al rededor de un mate. Creo que las
montañas de acá tienen un efecto muy poderoso en las personas; solo
permiten que aquello que es verdadero permanezca sobre ellas. Lo que
no va, lo que no es sincero, lo que uno quiere aparentar, se cae
inmediatamente. Ante estas montañas uno no puede esconderse de quien
es, no puede sostener una apariencia ni una relación forzada con
nadie. Pero en cambio, aquello que es real, se une más todavía y se
vuelve profundo y natural.
Estuve los últimos 3 días en las
afueras del Bolsón, invitada en la chacra de una mujer muy especial
que conocí hace unos 6 años. Es increíble el anhelo que tenía de
naturaleza, y lo mucho que la disfruté cuando este viaje me la
regaló. Era una chacra entre las montañas donde no había
televisión, y la señal de los teléfonos casi no llegaba. En
cambio, tenías un deck que balconeaba sobre un paisaje infinito de
árboles, montañas, y un río azul que lo atraviesa todo. Nunca ví
un río de ese color. Era color esmeralda. Y no había nadie, lo
tenía todo para mí. El silencio era más profundo gracias al agua
que constantemente buscaba su recorrido entre las piedras. Es un
sonido muy antiguo y en alguna parte el alma lo reconoce. El ritmo de
los pensamientos baja automáticamente, todo se vuelve más suave.
Río Azul, en El Bolsón.
Camino a la tranquera me cruzo con un
bosquecito lleno de árboles altísimos que emanan un olor que te
hace querer grabarlo en la naríz para siempre. En eso escucho un
resoplido. Miro. La escena más misteriosa y sagrada que te puedas
imaginar: 3 caballos sueltos, sin monturas, sin sogas, sin
absolutamente nada. Son oscuros; hay uno completamente negro. Me
miran. Los miro. Silenciosamente les digo: “no los vengo a invadir.
No los voy a tocar ni me voy a acercar demasiado si ustedes no
quieren. Pero sepan que los amo.” Me acerco muy lentamente con un
sentido de reverencia y honrando su extrema belleza. Ellos rearman su
formación. Caminan, se giran, y siguen comiendo. Pero me miran. Sé
que me miran. Son altísimos. Ninguno de esos caballos tenía un lomo
que llegara más abajo que mi cabeza. Tienen flequillo tirado de
costado, pelo lacio, cola larguísima. Ojos enormes. Los amo. Los
miro. Me miran. Yo sigo ahí, estoy pidiendo permiso para acercarme.
Doy un pasito. Se vuelven a reacomodar. Uno se aleja dos pasos y se
gira. Sigue comiendo pero de costado a mí. En cambio otro me empieza
a mirar fijo. “Debe sentir que yo no les voy a hacer nada”. Yo sé
que ellos me pueden leer mis pensamientos, mis intenciones, todo lo
que soy. Ellos ya lo saben. Saben que no tengo nada más que amor
hacia ellos. “Se me va a acercar. Quiere que yo me acerque. El cree
en mí.” Efectivamente, de frente empieza a caminar. Muy despacio,
como quien no quiere la cosa. Hace un paso, me hace una mueca con la
cabeza, me mira, y se me vuelve a acercar. “Me hace acordar a Shuka
(mi perra, mi hija, la cosa más tierna y buena de mi vida)”. Es
como un perrito. Es gigante, pero no me da miedo. Sé que puedo
confiar en él. Sabe que puede confiar en mí. Hay un lenguaje muy
profundo que trasciende las palabras y que une a todos los seres
vivos. Lo miro con respeto, con amor, no lo voy a invadir, no quiero
nada de él, solo tengo un tremendo amor adentro y él lo sabe. Se me
sigue acercando. Finalmente doy un paso hacia atrás como para
empezar a irme. Me muevo lento, no quiero hacer tanto ruido pisando
las ramas del bosque. Pero el caballo da un paso hacia mí. Pienso
“es casualidad”. Así que doy otro paso para seguir mi partida. Y
él da otro más hacia mí. Me mira con esas pupilas gigantes de
caballo/persona/criatura celestial. Y ahí lo logro leer. Entonces me
acerco y lo empiezo a acariciar en la cabeza. En el cuello. En la
cara. Todo el costado del cuerpo. Él se queda. Me huele la mano. Me
mira de cerca, pero no me da miedo. Su cabeza es gigante y debe medir
4 veces la mía. Estamos de frente. Me mira muy de cerca. Y no tengo
miedo. Ya nos conocemos.
Hoy cuando me iba ya de la chacra ese
caballo me vino a saludar a la salida. Estaba solo. Se quedó quieto
mientras yo lo miraba y le decía que ya nos ibamos a volver a
encontrar. Él me dijo “está bien, yo te espero”.
Ese fué el día que bailé con un
caballo.
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